Se ha adueñado de la nave; con gesto sobrio, al son del clamor de las hordas que le juran apoyo incondicional. Los soldados leales, que nada cuestionan, fueron los primeros fieles. Los tenientes que otrora gozaron de espíritu crítico, en algún momento dejaron de hacerse preguntas inútiles y se sumaron a la tropa de El Adalid incluso con mayor fervor que el rebaño de fieles soldados.
En la Alemania nazi Hitler difundió la idea de que los judíos eran una raza inferior, por ello fueron desprovistos de derechos que los arios sí poseían, y sus seguidores lo creyeron. Asumieron los delirios de su adalid sin cuestionarse la racionabilidad de sus ideas.
En la nave blanca, El Adalid, coadyuvado por una prensa afín, ha convencido a sus leales de que existe un complot orquestado desde las esferas más altas de la UEFA, que se ha ido esparciendo por los despachos de las federaciones, los árbitros, la prensa y los recogepelotas. Las derrotas son sólo oficiales, no reales. Los árbitros conspiran para que el escuadrón de El Adalid no logre cosechar los triunfos que le corresponden.
El Adalid no hace autocrítica, al menos nunca en público. Tampoco alaba las virtudes de los rivales que están a la altura, eso es propio de débiles. También lo es felicitar al oponente cuando te derrota, de hecho las derrotas nunca son tales; los resultados oficiales son una manipulación del que realmente debería ser.
El Adalid desaparece ante la adversidad a menos que pueda beneficiarse de ella. Para ello ordena al segundo de a bordo que lo haga. Éste interpreta su papel como lo haría una marioneta y sin añadir coma alguna.
El Adalid utiliza artimañas de distracción para ganar terreno a su rival. Cuando ve que éste no pica el anzuelo se hace valer del escarnio o incluso la descalificación personal. Su constancia en esta empresa es inagotable. Además, El Adalid nunca reconoce sus artimañas en público.
Pero El Adalid no es de piedra tal y como se muestra al exterior. Cuando no consigue sus propósitos aun a pesar de su elaborada estratagema, El Adalid saca a la luz sus maneras pendencieras que sus leales jalearán y justificarán, alegando ora el consabido complot universal en su contra ora una provocación rival evidente.
Y así El Adalid teje su cuasiperfecta tela de araña para derrotar a su oponente por todos los medios ajenos al reglamento. Cuasiperfecta porque sigue sin vencer a sus fantasmas en el único sitio donde debe hacerlo: el terreno de juego.
Pero la suerte sonríe a todos, a los justos y a los que no lo son. Y un buen día El Adalid vencerá. Cuál será su reacción cuando el triunfo llegue no se nos hace difícil de imaginar. El Adalid campará su orgullo con la magnificencia que cree le fue arrebatada por oponentes que manipularon resultados para quitarle su triunfo. Se abrirá entonces la veda de las venganzas, y sus injurias de antaño parecerán entonces pacíficas loas. Es probable que El Adalid guarde un pequeño espacio para la humildad que brindan las situaciones favorables, pero el grueso de su discurso victorioso versará sobre la arrogancia como modo de vida y autoafirmación, como herramienta para dar sentido a todo un mundo de patrañas y basiliscos que El Adalid creó para tratar de vencer a sus rivales por los medios menos nobles.
Pero en la gran nave blanca hay polizones, aquéllos que desde el principio abominaron en silencio de la verdad establecida por El Adalid. Son muy escasos en número, parece que no existan. Ellos saben que antaño la nave blanca fue icono del honor y la gallardía, y que los fieles a El Adalid son en realidad perdedores. Perdieron mucho antes de empezar. Perdieron la dignidad que entregaron a El Adalid a precio de saldo, y los trofeos, por muchos que se cosechen, no se la devolverán.
Los polizones lloran, también en silencio, al ver en qué se ha convertido su preciada nave blanca.